"La confusión ha hecho ahora su obra maestra".
- Macbeth, Shakespeare
Nuestro embrollo nacional sobre el papel de las escuelas gubernamentales (¿públicas?) durante la pandemia es otro retroceso a los días de su creación en la década de 1840. Sus fundadores vieron en estas instituciones conscriptivas un mecanismo de control e ilustración de los hijos de familias de bajos ingresos, en su mayoría inmigrantes, cuya casta social y religiosa necesitaba ser rediseñada.
Lo que la historia confirma es que, mientras que la ideología específica del sistema iba a cambiar con los vientos culturales, la escuela pública se las ha arreglado siempre para mantener su control sobre las mentes y los cuerpos de los pobres, tanto de los padres como de los niños. Éstos siguen siendo el instrumento de quien controla las "escuelas gratuitas" del Estado y disfrutan de su apoyo fiscal por alumno.
Desde los patriotas protestantes hasta los nacionalistas de John Dewey, el Tribunal Supremo y, hoy, los jefes sindicales de los profesores, nuestras escuelas públicas para los pobres han funcionado siempre como un dominio intelectual paternalista. Como siempre, sirven a la comodidad y el propósito de una élite controladora, aunque estos cuadros no hayan conseguido ni elevar los resultados de los exámenes ni alcanzar el entusiasmo cívico de sus redactores.
La llegada de una Casa Blanca demócrata ha traído pocas esperanzas de liberación del sindicato de profesores para los padres de rentas más bajas, cualquiera que haya sido su visión del futuro intelectual y social de sus hijos. Al contrario, el presidente por el que he votado ha respaldado específicamente la visión perdurable de los sindicatos con nuevo dinero para mantener el reclutamiento de sus súbditos de clase baja.
Algunos suponen hoy que nuestra épica indiferencia ante la cojera cívica de hijos y padres muestra signos de remordimiento público y posible reparación. De hecho, estados como Ohio y Virginia Occidental han adoptado, frente a la resistencia de los sindicatos, sorprendentes medidas legislativas para empoderar a los padres a expensas del monopolio.
Además, cada vez hay más conciencia de que la crítica y la resistencia a nuestros sindicatos propietarios de empleados públicos es algo totalmente distinto de la clásica y sana competencia y compromiso entre el empresario y el sindicato en la parte de nuestra economía privada que busca beneficios. La incompetencia o pereza del trabajador en la empresa privada es perjudicial tanto para el empresario como para los compañeros de trabajo; cada uno tiene un interés en la supervivencia y el éxito de su empresa conjunta.
Todavía no hay garantías de una reforma general que dé más poder a las familias que no pueden permitirse la enseñanza privada y han salido perdedoras en las loterías de los colegios concertados. Los propios chárter están bajo la amenaza constante del sindicato. El Tribunal Supremo, aunque aniquilará las enmiendas "Blaine", no está por la labor de ordenar vales u otro remedio específico en los estados infractores.
Y es de ahí, de nuestras 50 jurisdicciones "soberanas", de donde debe venir la reforma fundamental. Como siempre, las soluciones surgirán de la política práctica y del despertar y amplio compromiso de quienes más se juegan: la familia no tan rica y sus héroes políticos.
Es una paradoja, pero es un hecho, que el rescate final de padres e hijos pueda venir, en gran parte, como una empresa liberal.
Milton, disfruta de la ironía.